Nano Calla analiza las exclusiones del régimen de Evo Morales

En este artículo se analiza la exclusión masista del voto ciudadano mayoritario a como dé lugar; bien  sea un fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional o cualquier otro dispositivo judicial o extrajudicial. Estas prácticas excluyentes, cuando no abiertamente fascistas, hacen del militante masista común una persona francamente autoritaria. Lo escribió Nano Calla en  http://www.rimaypampa.com en junio 2018.

La aspiración al poder total siempre implica –aparte de su desmesura utópica– la destrucción de la pluralidad. (Hannah Arendt, 1958)
Lo tradicional era sentirnos discriminados por el color de la piel, nuestra condición socioeconómica o no portar el carnet (del partido de turno) correspondiente. A lo primero lo llamamos racismo, lo segundo es corriente en sociedades clasistas como las latinoamericanas, pero lo tercero es más propio de algunos países que han caído bajo regímenes populistas con ínfulas totalitarias como el nuestro, Nicaragua o Venezuela (donde ahora será necesario portar el "carnet de la patria" ¡para poder comer!).

El giro de tuerca que han experimentado nuestras sociedades en los últimos 20 años transformó el clientelismo de los gobiernos para favorecer a sus partidarios en algo más que la discriminación tradicional. Esta última ha mutado en una estigmatización ideológica que todo lo justifica con la pretensión de los gobernantes de ser los únicos representantes del “pueblo”, y la correspondiente exclusión de los otros (q’aras, ladinos, escuálidos) como “no pueblo” descartable. En la cúspide del poder “ejecutivo” que emanaría del pueblo, se alza el Jefazo (o el Comandante) como la primera y única autoridad sobre todos los poderes del Estado.

 

En nuestro país, mi papá relataba que ya en la época del MNR era necesario contar con el carnet del partido para poder mantener el puesto laboral en las empresas estatales. Pero incluso en épocas más recientes, aún “neoliberales”, la condición para acceder a un empleo público en algunas reparticiones “públicas”, tanto a nivel central como local, no sólo era la militancia partidaria sino sobre todo estar dispuesto al descuento de un aporte “voluntario” al partido de turno.
Cuando soplaron los vientos de cambio en otra dirección, algunos pensaron que las cosas iban a cambiar y que el “cuoteo” político partidario de la administración pública sería pronto un mal recuerdo del pasado. Al contrario, la discriminación política se profundizó a todo nivel (nacional y subnacional) y se hizo más secante que nunca. Antes un empleado público podía rehusarse a dar su aporte al partido y contar con que su trabajo fuera lo suficientemente valorado en sí mismo como para evitar la pérdida del empleo; hoy los testimonios indican que hasta los técnicos “indispensables” se van si no se someten a los instructivos de la autoridad.
En estos tiempos de caída abrupta en la popularidad del presidente Evo Morales, los empleados de los ministerios o los técnicos de las dependencias paraestatales (o incluso municipales) se han convertido en peones gratuitos en función de las estrategias de la cúpula gobernante para perpetuarse en el poder. No hace mucho, se los obligó a movilizarse con sus propios recursos hasta Cochabamba para mostrar un supuesto respaldo popular a la repostulación de Evo para el período 2020-2025. En marzo, también tuvieron que desplazarse desde muy temprano al altiplano para el “banderazo”, como parte de la estrategia de apoyo a la demanda marítima en La Haya.
El nivel de instrumentalización del aparato estatal y subordinación de los empleados públicos en función de los intereses del partido gobernante es tal que difícilmente puede ser explicado como la discriminación política de siempre. Ya no opera en función del tradicional acomodo de correligionarios o ahijados políticos en los puestos públicos apetecidos desde mucho antes, sino que adquiere rasgos punitivos contra aquellos percibidos como opositores o infiltrados (“chupatetillas”, según Evo) a los que se margina sin reparos del empleo en la administración pública e incluso en ámbitos privados pro o paraestatales.

 

Por otro lado, la discriminación política actual asume rasgos de un chantaje del poder político a sus supuestos mandantes originarios. En momentos electorales, se ha escuchado a García Linera amenazar a comunidades originarias con cortarles el financiamiento de obras municipales si el MAS perdía las elecciones en su municipio.
Al chantaje de los propios, corresponde la exclusión de los ajenos. En el caso de periodistas y medios independientes, se procede a la asfixia económica a través de una asignación discriminadora de la pauta publicitaria. Seguidamente la discriminación se vuelve persecución política a los recalcitrantes que desconocen la pretendida lealtad que le deberían todos a la verdad oficial sancionada por la autoridad legítima y difundida por los medios convencionales (aquella no contaminada por “las mentiras de la oposición” y difundidas por los periodistas que “le hacen juego a la derecha y el imperio”).
En todos estos casos, la discriminación política tradicional ya no contiene. Se ha convertido en algo aún más excluyente del populismo encaramado en el poder. Según los estudios de teoría política recientes, el populismo puede ser caracterizado como la pretensión de unos cuantos de ser “ellos y sólo ellos, los únicos representantes del pueblo” y de que sólo aquellos sectores populares que los respaldan son propiamente el pueblo (Jan-Werner Müller, 2016). Esto es lo que pretenden los actuales gobernantes y sus “movimientos sociales”, el único pueblo que cuenta es aquel que respalda sus pretensiones de quedarse indefinidamente en el poder.
Si para ello tienen que desconocer los resultados del referendo 21F, pues no dudan en hacerlo obedeciendo la supuesta voluntad del pueblo “verdadero” (aquel no engañado por “la mentira” opositora que indujo al voto por el NO). Ya no es más la discriminación política “normal” de aquellos que no votaban por el partido gobernante, lo que hay ahora es la exclusión masista del voto ciudadano mayoritario a como dé lugar (sea un fallo del TCP o cualquier otro dispositivo judicial o extrajudicial). Sin importar que ello implique la negación de la pluralidad política, el desconocimiento de las garantías constitucionales, la paulatina destrucción de la institucionalidad aún vigente, el descrédito mayor del poder judicial y, finalmente, la destrucción de la democracia en aras de la supervivencia del autócrata como único representante del pueblo.

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