En este artículo Gonzalo Rojas explica el contexto en el que el régimen de Morales no tiene real interés en apagar el incendio del bosque de la Chuiquitanía. A la fecha, el incendio lleva 1 000 000 hectáreas del territorio boliviano y van creciendo. Las razones gubernamentales para no dar soluciones al incendio son las siguientes.
(i) para Morales, el caudal de votos de colonos y latifundistas que va a lograr con ese incendio. Políticamente, entregar un millón de hectáreas a sus correligionarios es ganar votos.
(ii) para Morales, quien tiene que apagar el incendio no es la oposición. Es por ello que no declaran la Emergencia Nacional, esta última implica transferir fondos a los «opositores neoliberales y proimperialistas.»
(iii) el régimen de Morales, a nivel internacional, ha adoptado la impostura de aceptar la ayuda externa. Debido a que esa ayuda le quita protagonismo, Morales y sus ministros hacen de todo para que esa ayuda no se efectivice. Es sencillo, hay que poner todas las trabas a disposición en los aeropuertos, las aduanas, y el SENASAG. Indignante.
Otro episodio, con rasgos de catástrofe esta vez, pone en evidencia que estamos ante un régimen que en la ola de desdemocratización mundial nos muestra el manejo arbitrario y de privilegio para ciertos sectores, no importa si populares o empresariales, a sola condición de ser sus seguidores o adeptos. Los incendios en la Chiquitanía son el corolario de ese tipo de hábito que, a despecho de la retórica, atenta al bien común que es la preservación de la naturaleza, no solo para los actuales habitantes sino para las generaciones venideras. Ampliar la frontera agrícola, con autorización de más superficie para chaqueo, es un claro signo de que persiste un paradigma del desarrollo de mediados del siglo XX y no se conduele de las nuevas condiciones de precariedad y fragilidad del planeta.
Además de la reacción tardía, la reticencia a convocar ayuda internacional y el reflejo de nuevo rico, de cotizar para comprar un avión gigante, ratifica la improvisación y el poco sentido de Estado moderno que se orienta por políticas responsables y bien concebidas, con participación de gente entendida en las materias y no simples beneficiarios circunstanciales.
Y es que la idea de bien común, no como simple acumulado de intereses particulares, digamos expresados en voto, es de lo que se carece. Del mismo modo que se porfía en ser candidatos contra expresa prohibición constitucional reiterada con explícito voto popular (el 21F) no da lugar a intervención de tribunal alguno. Por eso, la laxitud con la que ciertos sectores nacionales e internacionales reaccionan ante ello es un claro síntoma de debilidad del ethos democrático. Porque vulnerar tan aviesamente un límite al poder, demasiado concentrado en un régimen presidencialista, no es igual que modificar un reglamento para dar paso a la continuidad de un gerente o director. No debemos admitir la normalización de semejante violación, como tampoco que el capricho o falso orgullo de los temporales administradores del Estado rijan en los momentos de máxima gravedad de nuestra base de sustentación de la vida misma.
De nada nos sirve la suspensión de la campaña electoral, si siguen los spots triunfalistas que se solazan con los vuelos del supertanker y su riego, mientras sabemos, por los compatriotas, que el infierno continúa y se ha reactivado en la Chiquitanía y amenaza otras áreas y bienes.
No hay ideología (nacionalista o cualquier otra) que avale la negligencia de una reacción adecuada. En Brasil, vemos una tozudez similar, culpando a los defensores de la Amazonía, que nos confirma la obsolescencia de dichas ideologías y referentes. A las voces de comprometidas ONG y de la academia, deben sumarse las del sistema político que no tiene las voces embargadas, para viabilizar esa ayuda internacional eficaz y la derogación del criminal (no “angelical”) D.S. 3973. Las voces de la conciencia humana lo reclaman.
El autor es politólogo, doctor en ciencias del desarrollo