Prohibición de hacer campaña, Lazarte (12.11.17)

El autor hace un análisis y opiniones sobre las elecciones judiciales que se avecinan. En esta nota señala que la prohibición constitucional de hacer campañas electorales viola los mismos derechos que la Constitución garantiza.

En cuanto despuntaron  las críticas sobre la pertinencia y las eventuales patologías del voto universal para elegir magistrados, los que redactaron la Constitución Política del Estado (CPE) incorporaron recaudos y restricciones, que ni la comisión respectiva ni la Constituyente en pleno tuvieron ocasión de debatir.

El más relevante fue sin duda el artículo 182, III que prohíbe a los postulantes a los cargos judiciales realizar campaña electoral. Esta prohibición no existía en el proyecto de Constitución aprobado en Sucre y fue incorporada  discrecionalmente antes de la plenaria en Oruro. A su vez, el texto de Oruro es igualmente distinto del aprobado posteriormente por el Congreso, que extendió la prohibición de hacer campaña a cualquier persona y con ello agravó el problema de la democraticidad del proceso.

Garantías de las que gozan las campañas

Sucintamente  puede decirse que un proceso electoral es un conjunto de etapas y actividades reguladas que tiene por objeto el ejercicio del voto.  Pero se trata del ejercicio del voto en  elecciones «auténticas”, como subraya la Carta de Naciones Unidas y otros documentos posteriores, cuyo carácter «genuino” depende del reconocimiento y la efectividad de la «libertad de opinión y de expresión”, que hay que entender, según esta misma Carta (artículo 19), como un derecho  a » investigar y recibir información y opiniones, y de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Este derecho junto al  de «reunión y de asociación” (artículo 20) son condiciones «esenciales” para el ejercicio del voto, asegura a su vez el Comité de Derechos Humanos de la ONU, en consonancia con otros documentos internacionales.

Este mismo comité ha explicitado el alcance de  estas declaraciones,  afirmando sin equívocos que la libertad de expresión es «fundamental” para el ejercicio del derecho al voto y que la libre comunicación de información y de ideas quiere decir comentar cuestiones públicas «sin censura ni limitaciones”,  «debatir”, «criticar”, hacer «campaña electoral” y «propaganda política”.  Estos  derechos, apunta el comité, están garantizados por los artículos 19, 21 y  22  del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y que, por tanto, cualquier «sistema electoral” debe ser «compatible” con los derechos amparados por el  artículo 25 del Pacto Internacional.

O dicho de otra manera,  el «voto” en democracia  es  el «derecho” a  «participar libremente” en los asuntos públicos y en la formación de una voluntad colectiva. Por esta razón, «es capital”, de acuerdo con la reconocida Comisión de Venecia, que la «campaña electoral” se desarrolle en un ambiente que garantice  la «libertad de expresión, de asociación y de reunión”, cuya ausencia puede dar lugar a «reclamaciones” y son «recurribles”, según el Pacto Internacional (artículo 3 a). A su turno,  el Pacto de San José, al reconocer  estas libertades como  derechos (artículo 13, 15, 16), pone especial énfasis en  que la libertad de expresión no puede  estar sujeta a «censura”.

Las restricciones  a las que alude el párrafo 3  del artículo 19 del Pacto Internacional, como el respeto al honor de las personas, en «ningún caso” deben poner en «peligro” -advierte el mismo Comité de Naciones Unidas- el derecho propiamente dicho  ni «obstaculizar” el «debate público” y no es aceptable hacer valer leyes que «supriman”  información de interés público legítimo. Tales restricciones deben ser «proporcionales” y con la menor cantidad de efectos perturbadores para conseguir el resultado deseado. Ahora bien, está claro que la restricción establecida en la CPE (mencionada más arriba) es radicalmente «desproporcional” con respecto al objetivo buscado de evitar la «politización” y las patologías del proceso electoral, pues el haber eliminado la «campaña electoral” es una  violación flagrante de los derechos civiles y políticos fundamentales declarados  «inviolables”.

Mas transgresiones

La  prohibición  constitucional  alcanza  también  a los medios de comunicación. Impedir  publicar libremente  es incompatible con el artículo 19 del Pacto Internacional  que se refiere a la «libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole”, y riñe con  los postulados del Comité de Derechos Humanos, según los cuales   el ejercicio de los derechos políticos  comporta  la existencia de una prensa y de medios libres capaces de «comentar” cuestiones públicas «sin censura”;  que la libertad de opinión y expresión incluye el  derecho a «buscar”, «recibir” y «difundir” informaciones e ideas o formular «comentarios” «sin limitación de fronteras” sobre temas políticos  y públicos, discusión sobre derechos humanos, campañas de «puerta a puerta”, etc. La libre comunicación de información e ideas entre  ciudadanos y candidatos es «indispensable”.

El  artículo 182, III de la Constitución de Bolivia viola en Derecho y en los hechos unos derechos civiles sin los cuales no es factible el ejercicio pleno de los derechos políticos. No hay Constitución del mundo que incurra en esta doble violación.

Pero el alcance  de la cláusula prohibitiva es de tal magnitud  que la Constitución  termina violándose a sí misma, pues ella reconoce que los derechos fundamentales  son «inviolables” y, que  por esta razón, el Estado  debe «proteger ” y «garantizar” su ejercicio. Esta violación es tanto mayor cuanto que la misma Constitución prescribe que el goce de esos derechos no puede suspenderse en «ningún caso”, aún si  se tratara de «estados de excepción”.

Sobre esta base constitucional, la Ley del Régimen Electoral y el reglamento se explayaron en desarrollar el componente  punitivo «in crescendo”. Cuanto más se sale de la Constitución,  se pasa por la ley y  se llega al reglamento, las reglas se hacen más punitivas, hasta entrar  en contradicción consigo mismas. La CPE sólo contempla la sanción a los candidatos y personas particulares; en la ley la sanción se extiende a los medios, y en el reglamento se especifica que las sanciones son pecuniarias y arrestos. Las correcciones posteriores solo son periféricas.

Lo inusitado  de todo este andamiaje es que quien pretenda ejercitar ciertos derechos considerados «inviolables” sea objeto de  sanciones por esto. Por ello no deja de producir perplejidad  que este aspecto tan decisivo apenas haya sido cuestionado en el país. ¿Es la debilidad de la idea de democracia como régimen de derechos y garantías, y la fortaleza de la democracia «populista”?

Esta disociación entre proceso electoral sin campaña electoral es tan chocante aun para nuestros hábitos tradicionales, que su  incumplimiento  pone en figurillas al Órgano Electoral.

En estas condiciones es más pertinente que nunca recordar que en materia de derechos, los tratados y pactos internacionales son de aplicación preferente respecto a las prohibiciones de la Constitución. ¿Un proceso electoral que viola tanto  derechos fundamentales  puede ser  reputado «democrático” sin degradar la idea misma de la democracia?

 

Escombros del «experimento judicial», de Jorge Lazarte (19.11.17)

Este artículo fue escrito por Jorge Lazarte, politólogo y notable de la anterior Corte Nacional Electoral. Fue publicado en Página Siete (19.11.17). Pertenece a una serie de artículos sobre el sistema judicial de este autor. Interesa por su diagnóstico, análisis y eventual horizonte ante las elecciones judiciales del 3 de diciembre.

La afirmación que se escucha  casi a diario, y con razón, de que la “justicia” está peor que nunca, solo puede querer decir que la ocurrencia de recurrir al voto universal para elegir los altos magistrados del sistema judicial ha fracasado doblemente: fracasó en la elección y fracasó en el desempeño de los “elegidos”.

Fracaso del proceso

En cuanto a lo primero, si sumamos las falencias del proceso electoral los derechos que se violan y las prohibiciones que abundan, los candidatos oficialistas y de escasa relevancia pública, un órgano electoral salido de una chistera, de dudosa credibilidad y responsable de las fallas administrativas y logísticas, y el sentimiento colectivo ampliamente difundido de que se jugaba con dados cargados, entonces se comprende que el resultado de la votación de octubre de 2011 haya sido un desastre, sin parangón no solo en toda la historia electoral del país, sino en la experiencia internacional.

El desastre electoral se patentizó en la relación inusual entre votos válidos y no válidos. Los votos no válidos (59%) fueron superiores a la suma de los votos válidos (40,7%). Es decir, los candidatos fueron rechazados mayoritariamente. Si desagregamos este resultado por ramas judiciales y nos referimos  al  Tribunal Constitucional -órgano jurisdiccional tan decisivo en la tutela de los derechos- el desastre fue más catastrófico aún. El candidato a este Tribunal más votado obtuvo sólo el 15,5% de los votos válidos; el siguiente, 10,4%, y la última candidata 5%; el promedio de los siete “elegidos” fue de 7,9%.

Este rechazo tan contundente no fue un impedimento, sin embargo,  para que el Gobierno, eufórico, anunciara con fanfarrias que con la “elección” de los nuevos magistrados estaba naciendo una “nueva” justicia, que pondría en marcha la “revolución” judicial. Ni tampoco  fue un disuasivo para que los magistrados del “pueblo”, muy sueltos de cuerpo,  alegaran que habían sido “elegidos” por “el pueblo”.

Unos y otros desvelaban lo que valía para ellos la “democracia”, aún en su sentido tradicional.

En su descargo puede decirse que la fórmula legal de conteo de votos los amparaba. Solo que ésta es una legalidad que en este caso reñía con el sentido común, abriéndose una brecha entre ella y la legitimidad, que le fue negada. En democracia ambas categorías (legalidad y legitimidad) deben aproximarse y no lo contrario.

Fracaso del producto

En cuanto al segundo fracaso, puede decirse que el desempeño en la calidad e idoneidad de los “elegidos” en la administración de justicia fue otro desastre. El contexto de descrédito del proceso de votación fue un poderoso disuasivo para que juristas de calidad en el país no acudieran a presentar sus candidaturas, pero sí lo hicieran abogados muy cercanos al poder -muchos de ellos cuando atravesaban  la primera etapa de su carrera-, promovidos  por “organizaciones sociales” cooptadas por el Gobierno, que creían que esos espacios de poder les pertenecía como coto privado. Se postularon a asesores jurídicos y personal de confianza pero de escasa formación.

Luego se intentó atenuar la ausencia de calidad con asesorías para cada magistrado  financiadas por la cooperación internacional. En el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), según datos conocidos, cada magistrado tenía 11 asesores y dos abogados. Las planillas de gastos del TCP crecieron en más del doble el primer año; su personal se triplicó en menos de tres años. Y cuanto más crecía en estos rubros, más bajaba su solvencia pública.

Esta  abrupta llegada de “magistrados” improvisados a las más altas esferas de la justicia institucional, los impulsos liberados por el entusiasmo de creerse “elegidos”, provocaron un ríspido y poco respetuoso  relacionamiento entre muchos de ellos (con excepciones que no se  recuerdan): denuncias públicas permanentes, acusaciones mutuas, procesos judiciales, golpes internos de poder, conflictos sobre viajes ,    rencillas personales incontrolables, declaraciones altisonantes, etc.; los cuales, por su surrealismo, escandalizaron al país, hasta que éste se habituó  a ellos.

Un entramado tan poco edificante y nada compatible con la dignidad del cargo provocó la condena pública. No sólo que un 66% de los consultados por una encuesta reprobaba la justicia; lo lapidario era que un 56% juzgaba que la justicia  estaba “peor” desde las elecciones judiciales del 2011. Una encuesta mundial de Worl Justice Proyect (2016) confirmaba este descalabro y colocaba a la justicia boliviana entre las diez de menor confianza de 113 países, junto a Venezuela, el más bajo, y cerca de Uganda, Pakistan y Zimbabwe.

Ambos fracasos fueron como abrir la caja de Pandora y dejar salir a los viejos y nuevos demonios: las lagunas o vacíos de formación de los jueces, las deficiencias de los mecanismos de elección, los huecos en la enseñanza universitaria, la incuria administrativa, los prevaricatos y las venalidades de siempre, la escasa cultura jurídica de un  país, tan afecto a la vía expeditiva (37% cree que el linchamiento es un derecho). No es, pues,  un azar que Bolivia figure entre los países en los que menos se  apoya al Estado de Derecho en América Latina.

Peor que nunca

Fracasó la apuesta del gobierno de “descolonizar el derecho y nacionalizar la justicia” (2007). Y fracasó con estrépito la revolución judicial “populista” fraguada en la Constituyente. La caja abierta arrasó con casi todo, y poco ha quedado en pie. La aspiración nacional de tener una justicia creíble y confiable,  está hoy más lejos que nunca. La que sí le fue exitosa fue la estrategia gubernamental de controlar el “poder”  judicial, que le fue funcional de manera selectiva.

Y como los males no suelen venir solos, este deprimente cuadro se cierra, a modo de epitafio, con magistrados con procesos radicados en la Comisión de Justicia Plural de la Cámara de Diputados, a la espera de una decisión política: de los 28 magistrados del Órgano Judicial y del Tribunal Constitucional, 17 enfrentan 84 procesos de responsabilidad, con denuncias de manipulación de cargos, prevaricato, uso indebido de influencias, falsedad ideológica y material, asociación delictuosa, extorsión, entre las más notorias.

Varios de estos procesos o denuncias proceden de unos magistrados contra otros. En cuanto a jueces y fiscales, los cargos contra ellos por diversos delitos son legión y están radicados en otras instancias.

Este es el saldo final de una experiencia que ni en los momentos de mayor delirio habría sido posible imaginar. Sobre los escombros hay necesidad de reconstruir el sistema judicial inspirado en un modelo distinto al improvisado en la Constituyente y con operadores a los cuales las exigencias de imparcialidad, independencia, idoneidad  y alta moralidad no sean trajes demasiado grandes. Pero está claro que la revolución para una justicia “justa” debe empezar en la cabeza de los que tienen el poder en sus manos.

 

El MAS: una montaña de corrupción

No ha existido un Gobierno con mayor acceso a recursos en la historia de Bolivia que el que conduce Evo Morales desde enero de 2006. Los elevados precios de los hidrocarburos y minerales que exporta Bolivia fueron para Morales como “sacarse la lotería”, lo que generó que recibiera, según cálculos especializados, 60.000 millones de dólares adicionales a los que hubiera recibido sin ese incremento de precios.

Lamentablemente, esos ingresos no ayudaron al país a mejorar sustantivamente su situación social y económica. Para lo que sí ha servido esa enorme cantidad de recursos ha sido para alentar una corrupción desbocada, la más obscena de la vida republicana boliviana. Casi cada semana estalla un escándalo que involucra a autoridades o funcionarios públicos. A veces, esos escándalos son diarios; como cuando se han denunciado desfalcos en el estatal Banco Unión, en el Ministerio de Defensa y en ENTEL. ¡Un escándalo por día!

Entre los actos de corrupción más vergonzosa de esta década está el del Fondo Indígena, que distribuyó 300 millones de dólares entre 900 dirigentes de organizaciones sociales. El dinero fue depositado, por órdenes del Ejecutivo, en sus cuentas bancarias personales, no en las de sus organizaciones. Fue una forma, descarada y al mismo tiempo triste, de corromper a los movimientos sociales y volverlos dependientes del Ejecutivo.

No sólo la corrupción es lo que afecta al Gobierno: también el malgasto, el afán obsesivo de realizar obras de gran magnitud, pero de escaso impacto y que generan gasto, no inversión. Se construyó una planta de azúcar en San Buenaventura, pero no existe caña suficiente para hacerla andar. Se construyó la planta separadora de líquidos del Gran Chaco y no existe gas suficiente para que opere. Se ordenó la planta de urea del Chapare, pero tampoco hay para ella la materia prima para que trabaje de manera que obtenga utilidades. En el tema del litio ocurre lo mismo: después de 10 años y 500 millones de dólares utilizados, no se ha producido ni un kilo de carbonato de ese mineral. Ese tipo de obras se cuentan por cientos: estadios y canchas sin público, aeropuertos sin aviones, palacios lujosos con alfombras persas para mimar a engreídas autoridades cada vez más alejadas del sentimiento del pueblo.

Por cada 20 canchas construidas para que Morales juegue fútbol, su Gobierno construye una escuela y una posta sanitaria. Así de perdido está un Gobierno alejado completamente de sus objetivos originales.

El Movimiento Ciudadano ha realizado una obra artística para representar esa situación. Una montaña de dinero, de tres metros de alto, es la que simboliza los miles de millones de dólares malgastados o robados por las autoridades en esta “década perdida”. Lo que busca esta obra es generar conciencia entre los bolivianos de las magnitudes de dinero erogadas. Seguramente los montos reales alcanzarían para construir cien montañas de dinero similares, pero lo que buscamos es representar, con una sola de ellas, cómo las autoridades se enriquecen mientras el pueblo se empobrece.

El fracaso de la elección de magistrados de 2011 y la posterior degeneración del sistema judicial demostró que la justicia al servicio de un gobierno y de un partido está peor que nunca. ¿Por qué, entonces, el MAS insiste en repetir un modelo de elección de magistrados del Poder Judicial que, incluso en sus propios términos, ha conducido a un sistema judicial que está podrido?

Porque el gobierno quiere una justicia que continúe a su servicio. Una justicia que no persiga a la corrupción. Una justicia que viole la Constitución. Una justicia que abuse al pueblo. Por esto todos los candidatos han sido impuestos por los dos tercios que tiene el MAS en la Asamblea Legislativa.

Porque el MAS necesita asegurarse de que el Poder Judicial continúe sometido a sus objetivos políticos. Un Poder Judicial que proteja a sus militantes. Un Poder Judicial que persiga a los que denuncian sus abusos y su corrupción. Un Poder Judicial que sancione a los ciudadanos críticos.

Porque Evo Morales quiere que su repostulación sea legalizada. Quiere una justicia a la que no le importe la democracia, sino únicamente la defensa de sus privilegios. Quiere una justicia que acepte su repostulación y niegue la voluntad popular expresada en el No el 21F. Quiere una justicia que formalice su deseo de un gobierno vitalicio.

Declaramos, por tanto, que estas elecciones judiciales son el momento en el que los bolivianos tendremos que denunciar la legalización de la dictadura. Son el momento en el que rechazaremos la injusticia, la corrupción y la reelección. Son el momento para recuperar el derecho de todos los bolivianos a decidir el destino de nuestra democracia.

 

POR TANTO, el Movimiento Ciudadano CONVOCA A ANULAR EL VOTO EL 3 de DICIEMBRE

 

Jorge Lazarte analiza la elección de magistrados (Página Siete)

El “experimento” del voto para elegir magistrados

Iniciamos una serie de artículos de Jorge Lazarte sobre las elecciones judiciales. En éste se considera que el mecanismo del voto es “perverso” en este campo.

domingo, 29 de octubre de 2017

El anuncio solemne de enero de 2012 y desde las más altas esferas del Gobierno de  que había nacido, por fin, una «nueva” justicia, terminó siendo una cruel ironía.

Luego, tiempo después, ante la contundencia del fracaso, y sin rubor, esas mismas fuentes aseguraron que esa «justicia” era un «desastre” y que estaba peor que antes. Las razones que sustentaron la «revolución judicial” se desplomaron sin apelación.   Se afirmó que la elección por el voto popular es «democrática” y, por tanto, con ella se eliminaría el «cuoteo” judicial de los partidos «neoliberales”. El efecto final sería evitar su «politización”.

Hoy ya es demasiado evidente que estas afirmaciones eran falaces. El «cuoteo” de partidos fue reemplazado en mayor escala por el «cuoteo” corporativo de las «organizaciones sociales” cooptadas por el poder; la «politización” se ha acrecentado. Y. como si eso no bastara, la incompetencia y baja moralidad superaron las estimaciones más pesimistas y todos los parámetros tradicionales. Lo que resulta menos evidente es el carácter «democrático” del voto, tal como se ha prescrito para las elecciones judiciales.

La raíz del problema

Ciertamente, el actual  proceso político  para «elegir” en diciembre próximo, por voto universal, a los magistrados del Órgano Judicial y del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP)  ha activado  críticas de distinto orden y seriedad,  muchas de ellas     focalizadas en  el reglamento de selección de los candidatos.

En unos casos esas críticas provinieron de las esferas gubernamentales interesadas en persuadir a la opinión pública de que se quiere evitar el desastre de las elecciones de octubre de 2011 y sus no menos desastrosas consecuencias. En otros casos, los propiamente críticos, se tenía la pretensión de que con algunos cambios importantes podría facilitarse la elección de juristas probos e independientes. Empero, ambas críticas compartían la idea de que las modificaciones en las reglas de votación no debían alterar la sustancia misma que sostiene al reglamento, que es la ley, y, por encima de esta última en jerarquía normativa,  no tocar la Constitución Política del Estado (CPE).

A juicio nuestro todas las disfunciones producidas en el proceso electoral de 2011 estaban inherentemente vinculadas con el  «modelo” de justicia diseñado en la CPE, del que fueron su resultado, y que, al dejar inalterada la sustancia constitucional, sólo reproducirá en las próximas elecciones de diciembre, quizá de manera menos torpe,  lo que ya pasó hace seis años. Lo curioso es que haya sido el mismo Gobierno el que apuntó en un principio el lugar donde se encuentra la raíz del problema, aunque después le puso sordina, con la complicidad silenciosa de los que lo critican.

Como se sabe, esta forma de elección para los magistrados no existe en ninguna parte del mundo, excepto en la Constitución de Bolivia, calificada de «experimental” . En la Constitución del Japón (1946), que es la más próxima, el voto popular «ratificatorio” de los magistrados del Tribunal Supremo designados por el Gobierno se produce en las primeras elecciones de la Cámara de Representantes. Es decir, después de haberse probado durante un tiempo.

Y no existe fuera de Bolivia, excepto en algunos casos para elegir jueces y no magistrados, porque el mecanismo de elección por voto universal de los magistrados  es  intrínsecamente perverso, ya que da lugar a todas las patologías de los procesos electorales. Pero, además, porque la forma particular en la que este mecanismo ha sido estatuido en Bolivia no tiene límites en cuanto a la negación abrupta de los derechos fundamentales sobre la materia, y no se conforma con los estándares internacionales vigentes acerca  de las condiciones necesarias para que los procesos electorales sean considerados democráticos.

Sin lugar a dudas, puede parecer una paradoja y hasta una imperdonable arbitrariedad  que opongamos el voto universal a los derechos fundamentales, sobre todo porque la lucha por el derecho al voto, a su reconocimiento y ejercicio, ha sido larga y dura en el siglo XIX y en el siglo XX. El voto universal es una de las mayores conquistas de la humanidad, que ha consagrado al ciudadano como fuente de legitimación del poder político. Y sin embargo, en Bolivia, ya en pleno siglo XXI, ese derecho ha sido pervertido por el mecanismo del  voto universal para elegir a las más altas autoridades judiciales, que anula los derechos civiles y políticos, sin los cuales el voto pierde toda su significación democrática.

A lo largo de los artículos que seguirán a éste nos detendremos en este aspecto crucial hasta ahora descuidado, pero que es la marca de todo el proceso electoral para elegir a los magistrados del Órgano Judicial y del TCP, y la base de toda la catástrofe posterior.

Llegar a la fuente

Está claro que la «crisis”  de la justicia es mucho más que la de sus operadores; pero también debe estar claro que aún si se contara con un buen sistema de justicia y con normas apropiadas, todo puede malograrse si los que tienen a su cargo su cumplimento, que son los jueces y magistrados, no son funcionales a las exigencias normativas, como ha sido subrayado abundantemente en los documentos y recomendaciones  de las instituciones especializadas del mundo y las convenciones internacionales. Y que, por tanto, si se pretende en serio contar con magistrados imparciales, independientes, competentes e íntegros, hay que remontar desde el reglamento, pasar por la ley y llegar hasta la matriz ordenadora, que es en sí misma  tóxica. En las discusiones que acompañaron el actual proceso, sólo pareció existir el reglamento, raras veces se aludió a la ley, y casi nunca a la Constitución, que parece ser el «punto ciego” de los críticos.

Con todo, las consecuencias perversas de este mecanismo y el revuelo provocado en la opinión del país han tenido el efecto revelador de lo hondo y multidimensional  que es el fracaso de la justicia en Bolivia, que fue como si se hubiera abierto la caja de Pandora, liberando a la luz  del día todas las hilachas escondidas secularmente, sea por resignación, sea por ventajas esperadas, pero que hoy, en el siglo XXI,  ya no son tolerables.

 

El fracaso de las elecciones de 2011 y todo el proceso degenerativo posterior puso de relieve por primera vez en la historia del país el carácter sistémico del fracaso de la justicia actual, que es tanto del sistema como de los actores, a diferencia de lo que pasaba en el pasado, en el que era menos del uno y más de los otros.

 

El profundo malestar de la población se ha cristalizado en la demanda generalizada de contar con un régimen de  justicia que además de  funcionar adecuadamente, sea «justa”. Y no podrá ser «justa” con las actuales reglas de juego, entre ellas si se persiste en creer y hacer creer que por voto popular en la modalidad boliviana puede elegirse a los mejores juristas del país para las más altas funciones del sistema judicial del país.

Por qué José Antonio Quiroga no quiso ser vicepresidente de Evo

José Antonio Quiroga es una de los activistas más involucrados de la Plataforma Ciudadana Una Nueva Oportunidad. En este espacio damos a conocer una reciente entrevista en El Deber sobre las razones por las cuales no quiso ser vicepresidente de Evo Morales. Sus razones, en esa oportunidad, hoy se ven validadas por el pulso antidemocrático del actual presidente. José Antonio Quiroga no quiso ser vicepresidente de Evo. Descubre por qué (El Deber 22.10.17)