La erosión del proceso democrático (Gonzalo Rojas en Los Tiempos, 20.6.18)
Desdemocratización... Este es el término que estaba buscando, elevado a concepto por Charles Tilly (2010. Democracia. Akal) en el último libro de este importante historiador y sociólogo norteamericano que cierra un conjunto de estudios sobre democracia y sus olas de flujo y reflujo en tiempos modernos. La atención a procesos políticos específicos pero comparados y con sus influencias ayuda a comprender la difícil conformación de un orden de este tipo, democrático, aunque su foco no está en lo normativo. A pesar de ello, es inevitable tener referentes institucionales (el Estado y su capacidad efectiva) así como ciertos procedimientos (ampliación y vigencia de derechos, o no) sin los cuales la acción política no puede ser clasificada en términos de democratización o su contrario.
Hay también en su valioso legado, una consciente atención a otras latitudes, además de las del Atlántico norte que llega hasta el chavismo venezolano (hay unas pocas alusiones a Bolivia, en general en grupos de países de débil tradición democrática). Por lo dicho en referencia a la institucionalidad estatal es compatible esta mirada con la categoría sociológica del populismo cuya presencia ocurre ante la debilidad o inexistencia de instituciones democráticas (M. Canovan), lo que también encaja con las ampliaciones de ciudadanía que estudiaron bien ciertos clásicos de la sociología política latinoamericana para casos de mediados del siglo XX en la región.
Hoy ese oleaje vocinglero e inclusivo está en reflujo, y al perder apoyo popular de manera más que evidente sus rasgos desmocratizadores se acentúan –hasta el autoritarismo– y están recurriendo a formas abiertamente violentas de represión, como nos informamos ocurre en Nicaragua y en Venezuela. Nuestro país podría sumarse a esta decadencia en lo que hace a la violencia, puesto que en la pérdida de adhesión popular puede fecharse sin lugar a dudas en el 21F del 2016, pero el desgaste fue prefigurado desde antes. Lo común en los casos mencionados es la retórica maniquea y simplista que presenta al oficialismo como portador exclusivo de ánimos políticos “anti”, con dirigencias bien encaramadas en las mieles del ejercicio del poder que se pretende incuestionado y con goloso caudillo ante el que sólo pleitesías son admitidas.
Las elecciones ya solo como reelección impulsadas por el oficialismo chocan con el sentido común de una competencia limpia, sin la maquinaria de la prebenda y el clientelismo, que refuerzan el aparato estatal funcionando sin los necesarios contrapesos institucionales que una república bien constituida requiere. Por si fuera poco, los rivales efectivos, potenciales o imaginarios son perseguidos con acusaciones de corrupción cuando la de los poderosos de turno es de proporciones inocultables. Es el caso de la obsesión con el expresidente Carlos Mesa al que recientemente intentaron vincular con la investigación de la megacorrupción de Odebrech en el continente y hoy concentran la represión parajudicial con el asunto de la empresa Quiborax, que capitales chilenos consiguieron más de 40 millones de dólares por concepto de indemnización cuando este gobierno pudo solucionarlo con tres millones.
Para volver al texto inspirador de esta columna, las tendencias generales en un sentido u otro son muy marcadas. Por supuesto la acción política puede acelerarlas o detenerlas según repertorios disponibles y viables. Los casos de Nicaragua y Venezuela parecen estar en punto de no retorno por la gravedad de los hechos y violencia desplegada. En Bolivia todavía es punto parece no se lo traspasó, aunque ya se cierne un espesor de la protesta ciudadana que, dada la tradición rebelde y de acción directa, puede seriamente trastocar lo que en modo alguno será un apacible gozo de los mundanos placeres de los mayormente obesos burócratas dilapidadores.