Escombros del «experimento judicial», de Jorge Lazarte (19.11.17)

Este artículo fue escrito por Jorge Lazarte, politólogo y notable de la anterior Corte Nacional Electoral. Fue publicado en Página Siete (19.11.17). Pertenece a una serie de artículos sobre el sistema judicial de este autor. Interesa por su diagnóstico, análisis y eventual horizonte ante las elecciones judiciales del 3 de diciembre.

La afirmación que se escucha  casi a diario, y con razón, de que la “justicia” está peor que nunca, solo puede querer decir que la ocurrencia de recurrir al voto universal para elegir los altos magistrados del sistema judicial ha fracasado doblemente: fracasó en la elección y fracasó en el desempeño de los “elegidos”.

Fracaso del proceso

En cuanto a lo primero, si sumamos las falencias del proceso electoral los derechos que se violan y las prohibiciones que abundan, los candidatos oficialistas y de escasa relevancia pública, un órgano electoral salido de una chistera, de dudosa credibilidad y responsable de las fallas administrativas y logísticas, y el sentimiento colectivo ampliamente difundido de que se jugaba con dados cargados, entonces se comprende que el resultado de la votación de octubre de 2011 haya sido un desastre, sin parangón no solo en toda la historia electoral del país, sino en la experiencia internacional.

El desastre electoral se patentizó en la relación inusual entre votos válidos y no válidos. Los votos no válidos (59%) fueron superiores a la suma de los votos válidos (40,7%). Es decir, los candidatos fueron rechazados mayoritariamente. Si desagregamos este resultado por ramas judiciales y nos referimos  al  Tribunal Constitucional -órgano jurisdiccional tan decisivo en la tutela de los derechos- el desastre fue más catastrófico aún. El candidato a este Tribunal más votado obtuvo sólo el 15,5% de los votos válidos; el siguiente, 10,4%, y la última candidata 5%; el promedio de los siete “elegidos” fue de 7,9%.

Este rechazo tan contundente no fue un impedimento, sin embargo,  para que el Gobierno, eufórico, anunciara con fanfarrias que con la “elección” de los nuevos magistrados estaba naciendo una “nueva” justicia, que pondría en marcha la “revolución” judicial. Ni tampoco  fue un disuasivo para que los magistrados del “pueblo”, muy sueltos de cuerpo,  alegaran que habían sido “elegidos” por “el pueblo”.

Unos y otros desvelaban lo que valía para ellos la “democracia”, aún en su sentido tradicional.

En su descargo puede decirse que la fórmula legal de conteo de votos los amparaba. Solo que ésta es una legalidad que en este caso reñía con el sentido común, abriéndose una brecha entre ella y la legitimidad, que le fue negada. En democracia ambas categorías (legalidad y legitimidad) deben aproximarse y no lo contrario.

Fracaso del producto

En cuanto al segundo fracaso, puede decirse que el desempeño en la calidad e idoneidad de los “elegidos” en la administración de justicia fue otro desastre. El contexto de descrédito del proceso de votación fue un poderoso disuasivo para que juristas de calidad en el país no acudieran a presentar sus candidaturas, pero sí lo hicieran abogados muy cercanos al poder -muchos de ellos cuando atravesaban  la primera etapa de su carrera-, promovidos  por “organizaciones sociales” cooptadas por el Gobierno, que creían que esos espacios de poder les pertenecía como coto privado. Se postularon a asesores jurídicos y personal de confianza pero de escasa formación.

Luego se intentó atenuar la ausencia de calidad con asesorías para cada magistrado  financiadas por la cooperación internacional. En el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), según datos conocidos, cada magistrado tenía 11 asesores y dos abogados. Las planillas de gastos del TCP crecieron en más del doble el primer año; su personal se triplicó en menos de tres años. Y cuanto más crecía en estos rubros, más bajaba su solvencia pública.

Esta  abrupta llegada de “magistrados” improvisados a las más altas esferas de la justicia institucional, los impulsos liberados por el entusiasmo de creerse “elegidos”, provocaron un ríspido y poco respetuoso  relacionamiento entre muchos de ellos (con excepciones que no se  recuerdan): denuncias públicas permanentes, acusaciones mutuas, procesos judiciales, golpes internos de poder, conflictos sobre viajes ,    rencillas personales incontrolables, declaraciones altisonantes, etc.; los cuales, por su surrealismo, escandalizaron al país, hasta que éste se habituó  a ellos.

Un entramado tan poco edificante y nada compatible con la dignidad del cargo provocó la condena pública. No sólo que un 66% de los consultados por una encuesta reprobaba la justicia; lo lapidario era que un 56% juzgaba que la justicia  estaba “peor” desde las elecciones judiciales del 2011. Una encuesta mundial de Worl Justice Proyect (2016) confirmaba este descalabro y colocaba a la justicia boliviana entre las diez de menor confianza de 113 países, junto a Venezuela, el más bajo, y cerca de Uganda, Pakistan y Zimbabwe.

Ambos fracasos fueron como abrir la caja de Pandora y dejar salir a los viejos y nuevos demonios: las lagunas o vacíos de formación de los jueces, las deficiencias de los mecanismos de elección, los huecos en la enseñanza universitaria, la incuria administrativa, los prevaricatos y las venalidades de siempre, la escasa cultura jurídica de un  país, tan afecto a la vía expeditiva (37% cree que el linchamiento es un derecho). No es, pues,  un azar que Bolivia figure entre los países en los que menos se  apoya al Estado de Derecho en América Latina.

Peor que nunca

Fracasó la apuesta del gobierno de “descolonizar el derecho y nacionalizar la justicia” (2007). Y fracasó con estrépito la revolución judicial “populista” fraguada en la Constituyente. La caja abierta arrasó con casi todo, y poco ha quedado en pie. La aspiración nacional de tener una justicia creíble y confiable,  está hoy más lejos que nunca. La que sí le fue exitosa fue la estrategia gubernamental de controlar el “poder”  judicial, que le fue funcional de manera selectiva.

Y como los males no suelen venir solos, este deprimente cuadro se cierra, a modo de epitafio, con magistrados con procesos radicados en la Comisión de Justicia Plural de la Cámara de Diputados, a la espera de una decisión política: de los 28 magistrados del Órgano Judicial y del Tribunal Constitucional, 17 enfrentan 84 procesos de responsabilidad, con denuncias de manipulación de cargos, prevaricato, uso indebido de influencias, falsedad ideológica y material, asociación delictuosa, extorsión, entre las más notorias.

Varios de estos procesos o denuncias proceden de unos magistrados contra otros. En cuanto a jueces y fiscales, los cargos contra ellos por diversos delitos son legión y están radicados en otras instancias.

Este es el saldo final de una experiencia que ni en los momentos de mayor delirio habría sido posible imaginar. Sobre los escombros hay necesidad de reconstruir el sistema judicial inspirado en un modelo distinto al improvisado en la Constituyente y con operadores a los cuales las exigencias de imparcialidad, independencia, idoneidad  y alta moralidad no sean trajes demasiado grandes. Pero está claro que la revolución para una justicia “justa” debe empezar en la cabeza de los que tienen el poder en sus manos.

 

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