Jorge Lazarte analiza la elección de magistrados (Página Siete)

El “experimento” del voto para elegir magistrados

Iniciamos una serie de artículos de Jorge Lazarte sobre las elecciones judiciales. En éste se considera que el mecanismo del voto es “perverso” en este campo.

domingo, 29 de octubre de 2017

El anuncio solemne de enero de 2012 y desde las más altas esferas del Gobierno de  que había nacido, por fin, una «nueva” justicia, terminó siendo una cruel ironía.

Luego, tiempo después, ante la contundencia del fracaso, y sin rubor, esas mismas fuentes aseguraron que esa «justicia” era un «desastre” y que estaba peor que antes. Las razones que sustentaron la «revolución judicial” se desplomaron sin apelación.   Se afirmó que la elección por el voto popular es «democrática” y, por tanto, con ella se eliminaría el «cuoteo” judicial de los partidos «neoliberales”. El efecto final sería evitar su «politización”.

Hoy ya es demasiado evidente que estas afirmaciones eran falaces. El «cuoteo” de partidos fue reemplazado en mayor escala por el «cuoteo” corporativo de las «organizaciones sociales” cooptadas por el poder; la «politización” se ha acrecentado. Y. como si eso no bastara, la incompetencia y baja moralidad superaron las estimaciones más pesimistas y todos los parámetros tradicionales. Lo que resulta menos evidente es el carácter «democrático” del voto, tal como se ha prescrito para las elecciones judiciales.

La raíz del problema

Ciertamente, el actual  proceso político  para «elegir” en diciembre próximo, por voto universal, a los magistrados del Órgano Judicial y del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP)  ha activado  críticas de distinto orden y seriedad,  muchas de ellas     focalizadas en  el reglamento de selección de los candidatos.

En unos casos esas críticas provinieron de las esferas gubernamentales interesadas en persuadir a la opinión pública de que se quiere evitar el desastre de las elecciones de octubre de 2011 y sus no menos desastrosas consecuencias. En otros casos, los propiamente críticos, se tenía la pretensión de que con algunos cambios importantes podría facilitarse la elección de juristas probos e independientes. Empero, ambas críticas compartían la idea de que las modificaciones en las reglas de votación no debían alterar la sustancia misma que sostiene al reglamento, que es la ley, y, por encima de esta última en jerarquía normativa,  no tocar la Constitución Política del Estado (CPE).

A juicio nuestro todas las disfunciones producidas en el proceso electoral de 2011 estaban inherentemente vinculadas con el  «modelo” de justicia diseñado en la CPE, del que fueron su resultado, y que, al dejar inalterada la sustancia constitucional, sólo reproducirá en las próximas elecciones de diciembre, quizá de manera menos torpe,  lo que ya pasó hace seis años. Lo curioso es que haya sido el mismo Gobierno el que apuntó en un principio el lugar donde se encuentra la raíz del problema, aunque después le puso sordina, con la complicidad silenciosa de los que lo critican.

Como se sabe, esta forma de elección para los magistrados no existe en ninguna parte del mundo, excepto en la Constitución de Bolivia, calificada de «experimental” . En la Constitución del Japón (1946), que es la más próxima, el voto popular «ratificatorio” de los magistrados del Tribunal Supremo designados por el Gobierno se produce en las primeras elecciones de la Cámara de Representantes. Es decir, después de haberse probado durante un tiempo.

Y no existe fuera de Bolivia, excepto en algunos casos para elegir jueces y no magistrados, porque el mecanismo de elección por voto universal de los magistrados  es  intrínsecamente perverso, ya que da lugar a todas las patologías de los procesos electorales. Pero, además, porque la forma particular en la que este mecanismo ha sido estatuido en Bolivia no tiene límites en cuanto a la negación abrupta de los derechos fundamentales sobre la materia, y no se conforma con los estándares internacionales vigentes acerca  de las condiciones necesarias para que los procesos electorales sean considerados democráticos.

Sin lugar a dudas, puede parecer una paradoja y hasta una imperdonable arbitrariedad  que opongamos el voto universal a los derechos fundamentales, sobre todo porque la lucha por el derecho al voto, a su reconocimiento y ejercicio, ha sido larga y dura en el siglo XIX y en el siglo XX. El voto universal es una de las mayores conquistas de la humanidad, que ha consagrado al ciudadano como fuente de legitimación del poder político. Y sin embargo, en Bolivia, ya en pleno siglo XXI, ese derecho ha sido pervertido por el mecanismo del  voto universal para elegir a las más altas autoridades judiciales, que anula los derechos civiles y políticos, sin los cuales el voto pierde toda su significación democrática.

A lo largo de los artículos que seguirán a éste nos detendremos en este aspecto crucial hasta ahora descuidado, pero que es la marca de todo el proceso electoral para elegir a los magistrados del Órgano Judicial y del TCP, y la base de toda la catástrofe posterior.

Llegar a la fuente

Está claro que la «crisis”  de la justicia es mucho más que la de sus operadores; pero también debe estar claro que aún si se contara con un buen sistema de justicia y con normas apropiadas, todo puede malograrse si los que tienen a su cargo su cumplimento, que son los jueces y magistrados, no son funcionales a las exigencias normativas, como ha sido subrayado abundantemente en los documentos y recomendaciones  de las instituciones especializadas del mundo y las convenciones internacionales. Y que, por tanto, si se pretende en serio contar con magistrados imparciales, independientes, competentes e íntegros, hay que remontar desde el reglamento, pasar por la ley y llegar hasta la matriz ordenadora, que es en sí misma  tóxica. En las discusiones que acompañaron el actual proceso, sólo pareció existir el reglamento, raras veces se aludió a la ley, y casi nunca a la Constitución, que parece ser el «punto ciego” de los críticos.

Con todo, las consecuencias perversas de este mecanismo y el revuelo provocado en la opinión del país han tenido el efecto revelador de lo hondo y multidimensional  que es el fracaso de la justicia en Bolivia, que fue como si se hubiera abierto la caja de Pandora, liberando a la luz  del día todas las hilachas escondidas secularmente, sea por resignación, sea por ventajas esperadas, pero que hoy, en el siglo XXI,  ya no son tolerables.

 

El fracaso de las elecciones de 2011 y todo el proceso degenerativo posterior puso de relieve por primera vez en la historia del país el carácter sistémico del fracaso de la justicia actual, que es tanto del sistema como de los actores, a diferencia de lo que pasaba en el pasado, en el que era menos del uno y más de los otros.

 

El profundo malestar de la población se ha cristalizado en la demanda generalizada de contar con un régimen de  justicia que además de  funcionar adecuadamente, sea «justa”. Y no podrá ser «justa” con las actuales reglas de juego, entre ellas si se persiste en creer y hacer creer que por voto popular en la modalidad boliviana puede elegirse a los mejores juristas del país para las más altas funciones del sistema judicial del país.

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